de Psicología y Terapias
No es fácil encontrar una solución; más bien se buscan sustitutos alternativos. El término perversión aquí remite a su significado etimológico de giro o desvío. El duelo sin solución, por inexistencia de suministro tierno, provoca un desvío hacia una alternativa de reemplazo de lo inexistente. Esta nueva situación que llamo perversa tiene algunas características más o menos típicas. El objeto sustituto no puede ser reconocido como original porque no sólo no lo es, sino que se refiere a algo que, habiendo sido necesario, estuvo ausente. Además, en cuanto vínculo sustitutivo, lo nuevo tampoco es reconocido en sus propias características singulares. Por estas dos razones se trata de una relación espuria. La función de esta relación perversa, por desviada, es encubrir o mantener apartado al sujeto de ese doloroso y difícil duelo. Resulta así un vínculo recreado en permanencia, precisamente para mantener esta distancia, de ahí su transformación en vínculo adicto, al mismo tiempo frágil y tenaz, puesto que configura una modalidad de relación donde fácilmente se abandona al objeto por otro, pero no se cambia de estilo relacional, a la manera de un alcohólico que cambia de bebida pero no deja de beber. Si la carencia ha sido mayor, si el sujeto no contó en grado extremo con la mediación de la ternura, y su invalidez infantil o juvenil transcurrió en el sufrimiento, la violencia y la injusticia, el sujeto mismo será esas cosas. Estará seriamente comprometida la adquisición de lo que antes llamé imposición de justicia. No se tratará sólo de alguien proclive a las alternativas perversas adictivas, sino que configurará una intensa perversidad, en el sentido sádico, donde la violencia, siendo algo constitutivo, se ejerce por la violencia misma. Un sujeto desesperanzado, incluso desesperado como individuo deseante, propenso a la dependencia de droga o equivalente y con muy pocas posibilidades éticas. El apoderamiento será su hábito.
El cuadro se corresponde bastante con lo que algunos autores como R. Laing describen bajo la denominación de "inseguridad ontológica", donde el tiempo presente no aparece como un continuum, con un mañana posible desde los indicios de hoy que permiten imaginar y organizar el futuro; los indicios en todo caso se transforman en presagios más o menos temibles o en una total indiferencia sin proyección futura. Lo que no se tuvo en su momento refuerza el sentimiento de lo que no vendrá.
No sólo el tiempo no es un continuum, tampoco lo es el cuerpo, transformado en escenario de sufrimiento y violentación. Esto es dramático en los casos de los drogadictos, en quienes el cuerpo está enajenado y funciona principalmente como una vía para mediatizar la droga. Son sujetos para la muerte. No viven; en cierta forma, son sobrevivientes. Por supuesto, he cargado las tintas al extremo; en la práctica, los grados de patología se despliegan en una amplia graduación en cuanto a su magnitud. Pero tiene sentido dibujar estos extremos, pues no sólo existen, sino que me sirven de introducción a una situación totalmente límite.
Me refiero a la de los niños cuya invalidez infantil está atendida por adultos usurpadores del rol parental, en quienes toda posibilidad de ternura está insanablemente cuestionada por definición. Es imposible el desarrollo del miramiento cuando el punto de partida mismo es un apoderarse del niño, de hecho secreteado frente a este y a la sociedad. De ninguna manera habrá empatía que garantice el suministro de lo necesario, cuando lo necesario primordial, los padres, han sido eliminados y los familiares apartados, muchas veces con la complicidad de los mismos usurpadores y siempre con el conocimiento de estos, aunque no sean partícipes directos.
Todas las condiciones señaladas en el fracaso de la ternura están exaltadas al máximo, en cuanto a la dificultad para la inscripción de las contraseñas de humanidad humanizadora. La relación con los usurpadores se transforma de modo inevitable en relación perversa, puesto que ella es sólo alternativa impuesta por la supresión violenta de lo originalmente necesario, la familia.
No se trata sólo de un vínculo perverso, sino que el apoderamiento en secreto tiñe la situación de sádica perversidad. Un secreto que de manera inevitable se filtrará y, de acuerdo con la magnitud de lo filtrado, el niño podrá atravesar por lo que he descrito como "encerrona trágica" o quedará atrapado en el efecto de renegación siniestra. A muchas personas les cuesta tomar conciencia de lo que representan estos niños atrapados en un pozo profundo, del que es injusto que intente recuperarlos la infatigable acción de las Abuelas. No es de extrañar que en el curso de su restitución se deban enfrentar, sobre todo al comienzo y en grados diversos, vínculos dependientes adictos establecidos por estos niños, desde su invalidez, con los usurpadores. Hay bastante experiencia acerca de cómo abordar esta situación terapéuticamente, sobre todo en casos de niños adoptivos que viven en condiciones de torpe ocultamiento de su condición. La mayor y más frecuente torpeza es precisamente el secreto de familia, con el que el niño convive, y que crea condiciones semejantes a las que señale al comienzo como efecto siniestro.
Cuando alguien se apodera de un hijo ajeno, usurpando el lugar parental con ocultamiento ante la sociedad y la víctima, de ninguna manera puede pensarse que se trata de alguna forma de solución altruista para ese niño. El acto usurpador constituye lo que describí como una alternativa perversa adicta, que supone en los delincuentes la existencia de una patología de base, con algunos elementos frecuentes en su personalidad. Por ejemplo, la ausencia del requisito ético que he denominado "la imposición de justicia", una de las causas de la perversión sádica, así como una carencia elemental que configure el llamado duelo por lo no tenido, donde el niño atrapado funciona como sustituto de lo originalmente ausente, y en cuanto sustituto, no es reconocido ni en su identidad ni en su historia.
Se establece entonces una relación espuria adictiva tiránica, que es tal no sólo para el niño sino también para el propio usurpador, que no puede renunciar a su presa, de la cual está preso, porque de lo contrario se vería enfrentado con lo originalmente ausente. No es por amor que la retiene, sino como alternativa al servicio de su patología. Muchas veces, lo no tenido, al ser asunto antiguo, está acrecentado por la imposibilidad de tener hijos propios.
El niño usurpado, aunque de inicio esté formalmente atendido en cuanto a calidad y cantidad de suministro, no podrá ser sino un niño atrapado en un vínculo perverso, pues él mismo está sometido a pérdida de lo no tenido, ya que fue privado del deseo engendrador de sus padres y, sobre todo, privado de la verdad acerca de su cruel situación.
El lugar de la verdad estará inevitablemente infiltrado por el "secreteo" y sus efectos nocivos.
Muchas veces el niño atrapado funciona a la manera de un objeto fetiche, en tanto que con su presencia y con los cuidados que le brinda, quien se apodera de él pretende proclamar ante su conciencia y la sociedad algo así: "No es verdad que soy culpable, puesto que amo tanto a este niño". El amor no tiene nada que ver con el velo fetichista que tenazmente pretende ocultar el crimen. El fetiche es un ídolo adorado por lo que es: una mentira que dice que es lo que no es. Sólo el establecimiento de la verdad absoluta, en condiciones contextúales de tercero al que apelar con ayuda adecuada y justa, pondrá en marcha el desentrampamiento de este niño. Ya contamos con suficientes casos que confirman plenamente esto. Por desgracia, son muchos los que continúan todavía atrapados sin salida.
Jaume Guinot - Psicoleg col·legiat 17674
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